
La isla de Ometepe, un paraíso custodiado por el volcán Concepción y el volcán Maderas. A primera hora nos disponiamos a coger el ferry desde el puerto de San Jorge. En teoría estaba reservado, y digo en teoría porque aquí en Nicaragua esa palabra no existe. Llega uno antes más chulo y más guapo que tú y con plata por delante y tú reserva se va al carajo. Nada que no se pueda solventar con una sonrisa y más plata por el medio y si hace falta te meten en el techo del ferry y sales. Una vez arriba del barco, vais a flipar y seguro que no os lo vais a creer, pero me dieron el timón del barco. ¿Que hacía el gran capitán mientras yo pilotaba la nave? ¡¡Pues el tío miraba un culebrón por la tele!!. Un momento para la historia porque, según mis colegas, casi vuelco el ferry y nos comen los tiburones de agua dulce. (Cuenta la leyenda que los escualos, desde el mar Caribe, de agua salada, remontaron el río de San Juan y llegaron a la laguna Ometepe para quedarse). Bueno, al final después de una hora y media llegamos a la isla, momento en el que los marineros, al llegar a tierra, se ponen los chalecos salvavidas por sí se los traga la tierra. La realidad es que, para anclar el barco, necesitan tirarse al agua y hacerlo a mano, lejos del muelle. Desembarcamos y a descubrir la isla!
El imponente volcán Concepción, que está activo y no deja de soltar humo, no deja de observarme todo el rato, me siento en sus manos. Estoy mosqueada, pero intento tratarlo con amor no vaya a ser que se enfade y decida regalarnos una erupción.En toda la isla veo carteles informativos con las vías de evacuación por sí el Concepción estornuda…Qué segura me siento en Ometepe!
Ese mismo día decido disfrutar ya de la isla y voy a Ojo de agua, una charca de agua dulce, natural, que sale de las entrañas de la tierra, dónde además de bañarte te preparan unos espectaculares cocos con ron para que hagas un triple tirabuzón mortal desde un trampolín improvisado en un árbol y caigas de planchazo o te partas la cabeza.
Vamos a lo que más me ha traumatizado de la Isla, mí pelea interior con el Volcán Maderas. Tenía la opción de ascender a la cima del volcán al día siguiente. También podíamos pasear por un cafetal, opción que escogieron todos los abueletes que iban conmigo (es broma, pero tienen más años que yo y van de tranquis) y eso de tener que decidir yo sola si subia al volcán o no me tenía muy mosqueada. No podía quedar mal. Aunque me costara la vida tenía que subir el Maderas, pero por otro lado tenía muchas dudas. Para subir tienes que hacerlo no más tarde de las 5 de la mañana si no quieres morir fundido por el sol y el calor. Y yo empezaría la subida sobre las 10 de la mañana, contando que hay unas 6 o 7h. entre subida y bajada dependiendo del ritmo. Bueno, imaginaros mi cabeza lo loca que iba 24h antes, manteniendo la emoción hasta el final, incluso iba tan concentrada que cuando llegó el momento de decidir no hablé en todo el trayecto. No podía permitirme perder fuerzas ni por la boca. Compré dos botellas de agua, por si acaso. Ya llegando al punto de salida, estaba todo listo, menos yo y mi cabeza, pero ya nada me podia salvar.
El gracioso del guía, Luís, después de tenerme 24h con dolor de barriga, y con la cabeza a mil por hora, me dice que no voy a subir el volcán porque ya es muy tarde, pero además toda la noche había estado lloviendo torrencialmente y el camino estaba lleno de un barro amarillo, muy resbaladizo, que no hacía aconsejable la subida. Por si fuera poco, los trabajadores del cafetal me contaron que había un montón de serpientes coral, que son muy venenosas, y que hacía poco una de ellas había atacado a un compañero del cafetal, que había estado más en la muerte que en la vida y que se salvó de milagro tras llegar un antídoto desde Managua en avión. Yo no sabia si reir o llorar, eso sí se me pasaron todos los males de golpe, y me fui hacer la ruta por los cafetales super feliz rodeada de las dichosas serpientes coral, (a las que no vi en ningún momento, pero intuía que me acechaban) y pasando por un camino lleno de barro. Ver a mis colegas “abueletes” caminar por el barro e incluso resbalarse, sin daños mayores, valió mucho la pena.
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